En Macondo comprendí...

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construida a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.

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“Dos días después, el coronel Gerineldo Márquez, acusado de alta traición, fue condenado a muerte. Derrumbado en su hamaca, el coronel Aureliano Buendía fue insensible a las súplicas de clemencia. La víspera de la ejecución, desobedeciendo la orden de no molestarlo, Úrsula lo visitó en el dormitorio. Cerrada de negro, investida de una rara solemnidad, permaneció de pie los tres minutos de la entrevista. «Sé que fusilarás a Gerineldo -dijo serenamente-, y no puedo hacer nada por impedirlo. Pero una cosa te advierto: tan pronto como vea el cadáver, te lo juro por los huesos de mi padre y mi madre, por la memoria de José Arcadio Buendía, te lo juro ante Dios, que te he de sacar de donde te metas y te mataré con mis propias manos.» Antes de abandonar el cuarto, sin esperar ninguna réplica, concluyó:
-Es lo mismo que habría hecho si hubieras nacido con cola de puerco.
Aquella noche interminable, mientras el coronel Gerineldo Márquez evocaba sus tardes muertas en el costurero de Amaranta, el coronel Aureliano Buendía rasguñó durante muchas horas, tratando de romperla, la dura cáscara de su soledad. Sus únicos instantes felices, desde la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo, habían transcurrido en el taller de platería, donde se le iba el tiempo armando pescaditos de oro. Había tenido que promover 32 guerras, y había tenido que violar todos sus pactos con la muerte y revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir con casi cuarenta años de retraso los privilegios de la simplicidad”.

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“...Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces a cuestas, madurándose en sus sueños sin pesadillas, en sus baños interminables, en sus comidas sin horarios, en sus hondos y prolongados silencios sin recuerdos, hasta una tarde de marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas de bramante, y pidió ayuda a las mujeres de la casa. Apenas había empezado, cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba transparentada por una palidez intensa.

-¿Te sientes mal? -le preguntó.

Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima.

-Al contrario -dijo-, nunca me he sentido mejor.

Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerones y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse.

Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria...

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“En aquel Macondo olvidado hasta por los pájaros, dónde el polvo y el calor se habían hecho tan tenaces que costaba trabajo respirar, recluidos por la soledad y el amor y por la soledad del amor en una casa dónde era casi imposible dormir por el estruendo de las hormigas coloradas, Aureliano y Amaranta Úrsula eran los únicos seres felices, y los más felices sobre la tierra”.



Fragmentos de Cien años de soledad, de García Márquez.

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